Europa, otrora epicentro del poder global, se
encuentra hoy desdibujada en un escenario internacional marcado por la
confrontación entre Estados Unidos y China. La política exterior del Viejo
Continente ha quedado reducida a gestos simbólicos y declaraciones sin peso
real, mientras las grandes potencias marcan la agenda mundial.
El concepto de “antidiplomacia”, acuñado en
recientes análisis internacionales, describe con crudeza la pérdida de
influencia europea. La Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores,
Kaja Kallas, se ha convertido en el rostro de una diplomacia sin sustancia,
donde Bruselas es menos un jugador que un simple tablero en la disputa de
otros.
En este contexto, la segunda presidencia de Donald
Trump ha consolidado un patrón: Washington impone su voluntad, Pekín se adapta
a sus intereses, y Bruselas apenas reacciona con tibieza. Europa se ha convertido
en un actor secundario de un juego que no controla, obligada a soportar los
costos económicos y estratégicos sin recibir beneficios proporcionales.
Las recientes exigencias de Estados Unidos,
incluyendo un aumento del gasto militar de los países de la OTAN al 5% del PIB
y la aplicación de aranceles punitivos de hasta un 50% sobre productos
europeos, reflejan un cambio profundo en el equilibrio transatlántico. Ya no se
trata solo de proteger mercados, sino de utilizar la economía como herramienta
de presión geopolítica. Europa, en este esquema, aparece como un espacio de
gestión subordinada al proyecto estratégico de Washington.
La situación se agrava con la posición ambigua de
Bruselas frente a China. Mientras Estados Unidos negocia acuerdos estratégicos,
Europa intensifica su retórica hostil sin contar con la capacidad real para
sostener sus advertencias. Las restricciones al 5G, los aranceles a los
vehículos eléctricos y la denuncia de la “armamentización” de las tierras raras
muestran una política exterior copiada de Washington pero desprovista de
eficacia.
Los efectos económicos ya son palpables: industrias
clave como la automotriz, la agroindustria y la maquinaria sufren el embate
arancelario y la deslocalización. A esto se suma la presión fiscal para
aumentar el gasto en defensa, dejando en segundo plano inversiones clave en
transición verde, digitalización e inclusión social.
Europa se enfrenta así a un dilema existencial:
¿seguir cediendo soberanía y recursos en nombre de una alianza cada vez más
desigual o redefinir su lugar en un mundo multipolar? Hasta ahora, la respuesta
parece inclinarse por la inercia. Las declaraciones altisonantes en foros
internacionales no logran ocultar la pérdida de peso real en la toma de
decisiones globales.
Mientras tanto, tanto Estados Unidos como China
actúan con pragmatismo y fuerza, conscientes de que el poder no se declama: se
ejerce. Europa, sin embargo, sigue atrapada en un discurso vacío, mientras su
tejido productivo, su autonomía estratégica y su identidad política se
desdibujan lentamente.