Martín Miguel de Güemes y Manuel Belgrano no
murieron solamente por enfermedades o balas traicioneras. Murieron combatiendo
a los mismos intereses que, disfrazados de legalidad o poder económico, siguen
rigiendo gran parte de la vida pública argentina. En estos días de feriados de
junio —el 17 por Güemes, el 20 por Belgrano— más que conmemoraciones, debería
haber memoria crítica.
El 17 de junio de 1821, Güemes agonizaba tras ser
baleado por fuerzas ligadas a las familias aristocráticas del noroeste
argentino. Un año antes, el 20 de junio de 1820, Belgrano moría pobre,
olvidado, y hasta perseguido por la clase social que luego lo consagraría como
"Padre de la Patria".
Lo que muchos ignoran —o prefieren olvidar— es que
ambos compartían una visión: la emancipación social. No solo pelearon por la
independencia política, sino también por la libertad de los criollos pobres,
gauchos e indígenas que integraban sus ejércitos. En 1818, el llamado fuero
gaucho —avalado por Belgrano y promovido por Güemes— buscó garantizar que
quienes luchaban contra el realismo fueran reconocidos como hombres libres, y
no regresaran al vasallaje de los señores feudales. Ese gesto selló su condena.
Carlos Aramayo, historiador jujeño, lo sintetiza
con claridad: “Es la misma clase social la que abandona a Belgrano y mata a
Güemes. Y la razón es uno de los documentos más ignorados de la historia
argentina: el fuero gaucho. Un intento real de justicia social”. El rechazo que
generó ese proyecto entre los poderes locales explica la persecución a sus
autores.
En el trasfondo, la guerra por la independencia
fue, según Aramayo, "la única revolución verdaderamente popular del
país". La participación de pueblos originarios, esclavos liberados y
campesinos fue masiva. En batallas como Tucumán, Vilcapugio o Ayohuma, miles de
anónimos combatieron bajo banderas que prometían una patria distinta.
Pero ese sueño se traicionó. Belgrano fue
engrillado en Tucumán por las mismas élites que hoy veneran su imagen en los
billetes. Güemes fue emboscado por las familias acomodadas de Salta, aliadas de
los realistas. Castelli fue silenciado tras proclamar la igualdad legal de los
indígenas.
Los datos son elocuentes: en 1810, la población
blanca de Salta y Jujuy no superaba las 2.000 personas. El resto eran
originarios y mestizos, protagonistas invisibilizados de una guerra que los
puso al frente del combate, pero nunca al frente del poder.
Hoy, en un país empobrecido, con sus recursos
entregados y sus pueblos postergados, el legado de estos revolucionarios no
puede limitarse a una fecha patria. Belgrano y Güemes no son estatuas. Son
advertencias. Son banderas. Son preguntas abiertas:
¿Puede llamarse libre una nación donde el trabajador vale menos que una divisa
extranjera?
¿Dónde están hoy los herederos del fuero gaucho?
¿Quién se anima, dos siglos después, a proponer una nueva emancipación?
Mientras tanto, en la segunda quincena de junio, la
patria celebra con feriados a dos hombres que dieron la vida por algo más
grande que una bandera: la dignidad de los de abajo. Y en ese espejo deberíamos
mirarnos.