En la cuna del Padre de la Patria, donde cada
esquina guarda memoria, también existen historias silenciosas que esperan ser
contadas. Una de ellas es la de José Espejo y del Castillo, madrileño nacido en
1864, inmigrante que llegó a Yapeyú en 1896 para iniciar una nueva vida y que
falleció allí en 1913. Su nombre había quedado reducido a un rastro tenue: un
registro mencionado, una tumba sin identificar, una historia inconclusa que
nunca terminó de cerrarse en su familia.
El punto de inflexión apareció este año, cuando
Jésica Pérez —38 años, guía turística de Yapeyú— abrió por azar un mensaje que
casi queda perdido entre solicitudes de Messenger. Era María, desde Barcelona,
sobrina nieta de aquel hombre, quien buscaba documentación para reconstruir la
vida de José en Argentina. Había leído posteos turísticos y creyó haber
encontrado el contacto justo. Su intención inicial era mínima: saber si existía
algún registro municipal. Pero nada fue sencillo.
En el Municipio jamás se encontraron papeles
oficiales sobre el antepasado. Lo que podía haber quedado resguardado en algún
archivo ya no estaba. Sin embargo, Jésica decidió no quedarse con la negativa.
Sintió primero curiosidad, luego compromiso y finalmente un vínculo emocional
con la historia ajena. Caminó el cementerio entre 4 y 5 veces, avanzó entre
tumbas antiguas cubiertas por el tiempo, leyó nombres, fechas desvaídas,
epitafios corroídos por el clima. La búsqueda se volvió personal, casi íntima.
Cada paso era una forma de acompañar a una familia a la distancia.
El hallazgo no fue inmediato —pero llegó. En una
sección más nueva del cementerio apareció una placa metálica labrada a punzón
con el nombre José Espejo y del Castillo, colocada en una tumba que no
le pertenecía. Alguien, quizá años atrás, había encontrado esa chapa y la ubicó
allí sin saber su valor. Para María y los suyos, ese objeto fue más que metal:
fue el puente que faltaba, la prueba concreta de que su tío abuelo existió,
vivió, murió y quedó para siempre en suelo correntino.
María, hoy cercana a los 70 años, quería viajar a
Yapeyú en noviembre para completar el círculo, pero no pudo. La distancia, el
desgaste físico y el tiempo hicieron imposible el traslado. Aun así, envió
desde España un paquete cargado de significado: un dosier con documentos
familiares, una carta dirigida directamente a José —contándole qué pasó con la
familia, cómo siguió la vida—, un sobre con tierra de Barcelona y una carta
manuscrita para Jésica, agradeciéndole lo que hizo cuando nadie más pudo
hacerlo. Dentro del envío incluyó un turrón español, gesto simple y enorme a la
vez.
“Primero me generó intriga; después empatía, y
ahora una enorme satisfacción”, confesó Jésica al contar que este episodio no
solo cambió su percepción del turismo, sino también su relación con la memoria.
“Siempre contamos la historia de los que llegaron. Pero es fuerte ver lo que
quedó detrás: los que nunca volvieron, los que dejaron heridas que viajan por
generaciones”.









