El gobernador Cláudio Castro, identificado con el bolsonarismo,
defendió el operativo afirmando que “no se trató de seguridad pública, sino de
una guerra de defensa del Estado”, y denunció que el Ejecutivo de Luiz Inácio
Lula da Silva rechazó en tres ocasiones su pedido de apoyo con blindados de la
Marina y el Ejército. “Río está solo en esta guerra”, advirtió, mientras admitía
que podrían producirse represalias por parte del crimen organizado.
Desde
Brasilia, el ministro de Justicia Ricardo Lewandowski replicó que si el
Gobierno de Río no puede controlar la violencia, “debe pedir intervención
federal o activar la Garantía de Ley y Orden (GLO)”. Las declaraciones abrieron
un fuerte cruce político entre el ala conservadora de Castro y el oficialismo
de Lula, que acusa al gobernador de usar la tragedia con fines electorales.
La
operación, que desplegó más de 2.500 agentes, helicópteros y blindados en dos
de las zonas más densamente pobladas de Río, dejó un rastro de destrucción y
miedo. Organizaciones sociales denuncian que hubo ejecuciones extrajudiciales,
desapariciones forzadas y casas allanadas sin orden judicial. Mientras tanto,
familiares recorren morgues y hospitales en busca de los cuerpos de sus seres
queridos, en un escenario que revive las peores postales de la violencia urbana
brasileña.
Más allá del enfrentamiento político, la tragedia de Río vuelve a
exponer un dilema histórico: la militarización de la seguridad pública en
comunidades empobrecidas donde el Estado llega más con balas que con derechos.







